Yo, el punto exacto de maduración
de la fruta antes de consecharla,
no lo conozco.
Ignoro la forma que adopta el cadáver
en el preciso instante de cesar de fluir la sangre
en su interior helado.
Por no saber, no sé la contraseña
de acceso al reino que no hay,
ni si en mi palabra vuelan las aves
o el reptil serpentea por el suelo.
Para estar a la altura de los hechos,
yo tendría que hacerme a un lado
y verlo todo desde el afuera de mí,
de mi impaciencia atávica,
de mi clásica precipitación improductiva,
de mi estar remoto en los limbos de la vida,
sin Dios ni amo:
el ojo en la mano
(ni nosotros, ni yo).