Como un pez que vuelve a la vida
tras morder el anzuelo y respirar
el aire infecto de la superficie,
yo recupero
la codiciada perspectiva del arquero:
medio en tensión, medio abocado
a la contemplación serena de una fuerza
que me guía y me atraviesa.
Como el frutillo madurando en una rama
que alguien hizo podar a un tercero,
he decidido optar
firmemente por la irresolución:
seguir enrojeciendo por dentro
mientras se estropea el exterior.
A imitación del agua
filtrada por un terreno calizo, voy a alcanzar
la intermedia condición de los advenedizos:
consagrado a la profundidad
e indistinto en la medida.
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