Dios nos cría
juntos y somos luego nosotros,
cada uno por su cuenta,
quienes nos vamos separando:
así podemos (el contacto
nos repugna) dar salida
a la energía cruenta,
al anatema,
a la tentación fría
de buscarnos solos,
después, por los espacios
blancos de la tierra vacía.
El Creador nos ama día tras día
pero las criaturas nos amamos
sólo de vez en cuando:
si titila la estrella
que ni brilla ni ilumina,
si ronda el zorro y aúllan los lobos
buscando a sus lobatos,
si el hielo se endurece afuera.
Ese es nuestro peculiar modo
de necesitarnos
los unos a los otros:
tan sólo en el espasmo.
El Cielo nos puso aquí abajo,
sobre la tierra,
a todos apretujados:
luego vino la diáspora lenta,
alejarnos poco a poco,
buscar lo amplio
en parajes remotos.
Sólo una música fluida
(la conjetura del loto)
para arrastrarnos hasta la orilla
de un mar ya desecado.