Vaharadas de no sé qué
neurotransmisor recorren mi cuerpo.
Aguas extrañas
(no lágrimas: son más profundas
y, a la vez, más corporales)
me anegan el ojo de ver
lo visto y lo que le sustenta.
Hormonas a las que anima
un estímulo inmanente al vuelo
me trastocan y me acrecen.
Leo otro verso.
Y una oscilación pura
y carnal
me acomete de nuevo.