Convivir con el milagro implica perder
la pregnante urgencia, el árbol
que arde en los contactos breves,
las maderos flotantes y el agua
adonde todo poco a poco vuelve.
Conocer la maravilla todo el día
acarrea un ingente caudal,
una avenida de pérdidas y renuncias,
un río y su desecho o, en su defecto,
la espiral inútil de la argucia
buscando su redención.
El placer es la excepción
de una norma esaboría.